Marcella Pattyn era una mujer libre, independiente y sin ataduras. Una mujer como la mayoría de las que habitan en los países desarrollados. Pero ella podía presumir de emancipación desde hace 70 años y el movimiento al que era fiel, que no esclava, las beguinas, lo hacían desde la Edad Media. Escribió el cineasta Roberto Rosellini que Un espíritu libre no debe aprender como esclavo y, a pesar de ser una magnífica obra que trata la degradación de la inteligencia y la educación en el siglo pasado, bien podía convertirse en el lema de las beguinas.
En un mundo de hombres, dominado por hombres y trazado por hombres, en el siglo XII, emergió un movimiento monástico de mujeres que no se encontraban sometidas a los votos eclesiásticos, se denominaban las beguinas. Nacieron en Bélgica y Holanda, pero pronto se extendió hacia otros países como Francia, Alemania y España. Las beguinas vivían en microcomunidades de pequeñas viviendas, como Pattyn hasta hace ocho años, cuando decidió mudarse a una residencia de ancianos.
En plena sociedad feudal la mujer sólo concebía tres maneras de vivir: bajo la tutela del padre o del hermano, casada o perteneciente a la Iglesia. Las beguinas ofrecieron una alternativa a aquellas que querían dedicarse a la caridad y a la labor intelectual pero sin atarse a la religión. Abandonaron la obligada protección machista y la cambiaron por atender a enfermos, niños, ancianos y las artes. Pattyn tocaba el banjo, el órgano y el acordeón.
Su actividad llamó la atención de los nobles, que en el siglo XIII comenzaron a financiar beguinajes –las casitas dónde residían–, pero sus interpretaciones de las escrituras y sus normas –la mujer podía abandonar la orden cuando quisiera para casarse– hicieron que la Iglesia clamase al cielo.
Tachadas de brujas, herejes y prostitutas varias acabaron sollozando en la hoguera. El Concilio de Viena las condenó en 1312, decretando que «su modo de vida debe ser prohibido definitivamente y excluido de la Iglesia de Dios». Pese a ello, siempre contaron con el beneplácito de algún Papa, rey o noble que las defendiera. Tras la sentencia de Viena, años más tarde, Juan XXIII les permitió continuar con sus hábitos laicos y religiosos, arguyendo que «habían enmendado sus formas».
Con la muerte de Marcella Pattyn se escribe el punto final de una Historia que poco a poco fue viendo su ocaso al chocar con el muro de la Inquisición y los progresos de las revoluciones liberales.
La beguina con más renombre fue, seguramente, Hadewych de Amberes, una autora del siglo XIII: «Teólogos y otros clérigos/ no tendréis el entendimiento/ por claro que sea vuestro ingenio/ a no ser que procedáis humildemente/ y que amor y fe juntas/ os hagan superar la razón,/ pues son ellas las damas de la casa», escribía en lengua vulgar, sin tapujos y sin miedo a las consecuencias. La persecución que sufrían coaccionó a varias, que no tuvieron más opción que unirse a instituciones religiosas.
Su influencia fue tan destacada –dieron nombre a un movimiento paralelo, los begardos– que llegaron a contabilizarse más de 100 beguinajes y en cada uno podían habitar hasta 800 mujeres. De los que aún resisten en pie, 13 son Patrimonio de la Humanidad.
Pattyn comenzó su andanza en el beguinaje de Sint-Amandsberg y, antes de trasladarse a la residencia, recayó en el de Kortrijk (ambos en Bélgica), uno de los 13 anteriores. Ingresó en las beguinas a los 21 años, y tal como vivió, falleció: sin grilletes, a los 92 y en su cama, mientras dormía.
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