13 mayo 2013

Adiós a Constantino Romero



Nada le gustaba más que no hacer nada salvo mirar a través de una ventana, como confesó en alguna entrevista. Quizá porque sólo algo tan mundano podía saciar su infinita curiosidad por casi todas las cosas. O quizá sencillamente porque alguien que trabajaba tanto, no podía hallar mayor placer que el de cruzarse de brazos. Por eso resulta especialmente injusto que sólo cinco meses después de anunciar su jubilación, y con 65 años, la muerte se haya llevado a Constantino Romero. 

El suyo es un caso único, ya que el hecho de ser un rostro muy popular –sobre todo por la televisión–, no le impidió mantenerse como uno de los maestros del doblaje. Sólo un actor con tanto talento como también era él podía lograr al mismo tiempo el reconocimiento en ese curioso oficio, casi siempre ligado al anonimato, de prestar su voz a terceros. 

Constantino Romero nació en Albacete en 1947, aunque se sentía barcelonés porque vivía en la Ciudad Condal desde los nueve años. Tras enviudar, su madre se trasladó con él allí para trabajar como sirvienta. Fue una época de estrecheces. Su madre a duras penas pudo alquilar una buhardilla sin agua corriente ni váter y a él lo envió a un internado de los salesianos de Sarrià, con una beca como espada de Damocles. «Si suspendes, te sacan y tendremos que volver a Albacete», repetía la madre. 

Fue en el colegio donde se dieron cuenta de que su voz era prodigiosa y los curas no tardaron en sacarle provecho, encomendándole que leyera pasajes de las Sagradas Escrituras a la hora del almuerzo. Aun así no cogió manía a su voz. E incluso empezó a imaginarse a sí mismo como uno de esos locutores de radio que tanto alegraban la vida en blanco y negro de la posguerra. 

Y su pasión, hecha realidad, se convirtió en su primera profesión a mediados de los años 60, cuando fue contratado por Radio Juventud y Radio Nacional, entre otras emisoras, para presentar espacios como Radio Young en los que pinchaba discos de la nueva ola musical anglosajona. Entre 1965 y 1975 trabajó en Radio Barcelona, con tanto éxito que este último año fue reconocido como La Voz de España. A las ondas volvería en 1992, para presentar un matinal en RNE. Sin embargo, en entrevistas recientes declaraba que no echaba de menos trabajar en este medio, por considerarlo «especialmente duro». 


De hecho, este todoterreno se sintió mucho más cómodo en la televisión, que le reportó fama y mucho dinero. A él no le importaba reconocer que trabajaba en la pequeña pantalla porque, es «muy cruel, pero está muy bien remunerada». Y, además, le permitía compaginarlo con el doblaje y el teatro, su gran amor. 
Fue en 1985 cuando dio el salto a TVE, poniéndose al frente del programa Ya sé que tienes novio. Después llegaría el concurso por el que todavía hoy le recuerda el gran público: El tiempo es oro. Lo presentó, con enorme éxito, entre 1987 y 1992. Su perfecta dicción, su erudición y su estilo formal y serio, e incluso distante en su punto justo, encajaban bien con su cometido en un formato donde los concursantes debían hacer gala de sus conocimientos enciclopédicos sin que la cuenta atrás del reloj y los nervios les traicionaran en exceso. 

Tras varios espacios en la televisión pública, dio el salto a Antena 3, donde vivió otra gran etapa con programas como La parodia nacional o Alta tensión, que le valieron numerosos premios. En los últimos años ha seguido ligado al medio, en la televisión autonómica de Castilla-La Mancha y otras cadenas. 


Y en su agenda interminable, Constantino Romero compaginaba sin descanso el doblaje y los escenarios. En el cine, ha prestado su voz a innumerables actores y personajes, aunque por encima de todos destacan las 32 películas en las que ha doblado a Clint Eastwood o su celebrada interpretación de Darth Vader en la saga de La guerra de las galaxias. Y en el teatro, donde más disfrutaba, desde que debutó en 1983 en la obra Ópera de tres peniques, de Bertolt Brecht, ha protagonizado montajes memorables como los musicales Sweeney Todd y Ascenso y caída de la ciudad de Mahaggony, dirigidos por su gran amigo, Mario Gas. 

Era un perfeccionista casi patológico. Un magnífico profesional que siempre mantuvo su vida privada fuera de los focos. Su adiós en Twitter a la profesión el pasado diciembre hoy es su mejor despedida: «¡Esto ha sido todo, amigos!». 

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