27 agosto 2012

Fue un astronauta insuperable




Neil Armstrong era un astronauta con una personalidad difícil de igualar. Muchos decían que el primer ser humano que pisó la Luna era el astronauta perfecto: frío, flemático, equilibrado, sensato, inteligente, reposado, calculador y hasta simpático. Fue el comandante de la misión Apolo 11, la primera que llegó a la Luna. 

Armstrong había demostrado sus grandes cualidades como astronauta en un vuelo orbital con la nave Gemini. Posteriormente, ya preparando el vuelo a la Luna, salvó su vida milagrosamente cuando en un extraño artilugio, que llamaban «colchón lunar» y que servía para simular el vuelo sobre la Luna, con gravedad muy reducida y pilotado por el propio Armstrong, explotó en pleno vuelo, debido a un sensor fuera de calibración. Sin embargo, el astronauta tuvo la suficiente sangre fría para lanzarse en paracaídas unos segundos antes de la explosión. 


La misión Apolo 11 no fracasó muy posiblemente gracias a la pericia y serenidad de Armstrong. Medio mundo estaba contemplando por la televisión la llegada por primera vez de los seres humanos a la Luna y todos creyeron que aquello fue un «camino de rosas» y que se logró con la misma precisión con la que funciona un reloj. Pero no fue así. El descenso de la nave Águila sobre la superficie lunar tuvo dos momentos muy críticos, en los que la misión estuvo a punto de fracasar. Neil Armstrong, como comandante de aquella misión, fue capaz de salir victorioso de aquellas situaciones tan dramáticas. El primer momento fue a los pocos minutos de haberse desprendido la nave Águila del Módulo de Mando, que estaba orbitando la Luna, iniciando así su descenso hacia la superficie lunar. 


El ordenador de a bordo, que conducía la nave Águila hacia su destino repentinamente y sin previo aviso, empezó a dar una señal de alarma. Era la número 12 02. Armstrong preguntó al centro de control en Houston: «¿Qué diablos significa esta alarma?». Al tiempo que mantenía su mano sobre el botón de abortar el descenso, porque si aquel ordenador dejaba de funcionar no se podía alunizar. Transcurrieron 80 segundos hasta que un ingeniero de computadores en Houston dictaminó que se podía hacer caso omiso de aquella alarma, que no pasaría nada. Armstrong obedeció, aunque es seguro que en su fuero interno pensaría: «¡Si no significa nada, para qué diablos la han puesto!». 


El segundo momento, mucho más crítico que el anterior, fue cuando ya estaban llegando a la superficie lunar. Armstrong contempló con horror que la nave no se dirigía hacia el punto previsto, sino que lo hacía hacia otro situado a unos seis kilómetros de distancia, pero que por desgracia era un lugar plagado de grandes rocas y con un cráter del tamaño de un campo de fútbol en el centro. Armstrong tomó el control de la nave y empezó a revolotear sobre aquel lugar en busca de alguna pequeña parcela en que pudiera posarse. Cuando lo estaba haciendo oyó que desde Houston le advertían: «¡Treinta segundos!». Aquello significaba que le quedaban 30 segundos de combustible en su motor. Pasado ese medio minuto, el motor se pararía y la nave caería a plomo. Sin embargo, Armstrong no perdió los nervios y siguió buscando el lugar apropiado. Afortunadamente lo encontró y pudo posar su nave antes de que se le acabara el combustible. 


Es imposible adivinar lo que hubiera ocurrido si en lugar de Armstrong hubiera sido otro el astronauta elegido para aquella delicada misión espacial. Quizá en uno de estos momentos dramáticos podría haber vacilado y la misión habría fracasado. 

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