Cuentan que los dinosaurios devoraban sus hojas espinosas
hace la friolera de doscientos millones de años.
Y que por ello, con el tiempo,
fue perdiendo su follaje más bajo hasta que su copa evolucionó en esa suerte de
paraguas abierto, siempre verde, y tan espigado que llegaba a alcanzar los
cincuenta metros de altura.
Al árbol prehistórico de la araucaria debe su nombre la
región que marca el inicio del sur húmedo de Chile.
Un auténtico fósil viviente
que aún hoy tapiza sus laderas y al que se sigue adorando como un dios en estas
tierras de bosques milenarios, lagos glaciares y volcanes activos. Estas
tierras que antaño fueron el hogar de selvas intrincadas e indios
inconquistables.
Hay, tal vez por ello, algo de jurásico en la Araucanía
chilena, de la que poco se sabe más allá de la estela que dejó Pablo Neruda. El
poeta vio transcurrir su adolescencia en la capital, Temuco, donde él mismo
escribió que nació "a la vida, a la tierra, a la poesía y a la
lluvia".
Y sin embargo, esta región emplazada a unos 670 kilómetros al sur
de Santiago, en la misma antesala de la Patagonia, esconde parajes de una
belleza casi desproporcionada, donde la naturaleza sólo puede mostrarse en su
estado más puro.
Cinco parques nacionales y once reservas, unas 300.000
hectáreas protegidas y deslumbrantes extensiones de bosque templado con
especies nativas como la araucaria, declarada monumento nacional, que sólo
crece en este rincón de Chile y en una pequeña franja de Argentina.
Pero la Araucanía también guarda los secretos de su
patrimonio ancestral, el del pueblo mapuche, la mayor cultura originaria del
cono sur de Sudamérica.
Desperdigados entre verdes colinas, ríos tumultuosos y
volcanes nevados, se puede ver a estos indígenas envueltos en sus ponchos,
donde viven y trabajan como si nada hubiera acontecido desde el principio de
los tiempos. Será acaso porque el mapuche es el hombre de la tierra según su
lengua mapudungun.
Temuco, la puerta de entrada a la región, no resulta especialmente
lírica, pese al influjo del poeta. Una ciudad que se ha plagado de
universidades, centros comerciales y espacios de arte, entre los que destaca el
Museo Nacional Ferroviario Pablo Neruda.
Allí, detenida en el tiempo, pervive
la gloria del ferrocarril del lugar, en el que el padre del Nobel trabajó como
conductor.
Pero Temuco, con sus modernas moles de cemento y vidrio,
también deja adivinar la esencia de la Araucanía en el bullicioso Mercado
Municipal, donde a los olores y sabores de la cocina regional (cazuelas, pailas
marinas…) se suma la gran exposición de artesanía mapuche, caracterizada por
los accesorios de plata.
Desde aquí, por una carretera sinuosa que sortea los bosques
y paisajes acuosos de los alrededores, se llega a Pucón, que en nada se asemeja
a la gran ciudad. Este idílico pueblo de casitas de madera asentado bajo el
volcán Villarrica es uno de los más famosos centros vacacionales de los Andes
chilenos.
Los hoteles, el casino, las múltiples agencias de viaje y los
restaurantes de la Calle Fresia destilan un ambiente joven y montañero que, si
bien se entrega durante el día a las actividades de la naturaleza, tampoco se
priva de apurar la noche en las discotecas abiertas hasta la madrugada. Al
doblar cualquier esquina, la silueta del Villarrica domina todo el horizonte.
Un cono perfecto, como el dibujo de un niño, a menudo coronado por una fumarola
sobre su cumbre de nieves perpetuas. A sus pies se extiende el lago del mismo
nombre, donde a bordo del Chucao, un barco a vapor que realiza travesías por
sus aguas, se divisa el mejor atardecer.
Ascender al cráter de este volcán de 2.847 metros es la
aventura más demandada. Una excursión de unas seis horas —con la compañía de un
guía y equipos especiales— que constituye el hito de la región.
Porque subir a
este coloso de fuego, uno de los más activos de Sudamérica, supone atravesar
caminos de zarzamoras, tupidos matorrales de colihue (un arbusto parecido al
bambú) y extensos bosques de lenga, ya en las alturas, que en otoño tiñen las
laderas de rojo.
En invierno, además, el Villarrica es un paraíso para los
amantes del esquí con sus imponentes vistas sobre el entorno. Y en sus faldas,
también hay para los menos osados una visita interesante: la de los tubos
lávicos formados por la corriente de lava fruto de una gran erupción, donde se
ven alocadas formaciones que emulan una mousse de chocolate.
Pucón es el lugar ideal para empaparse de las actividades
naturales. Las hay para todos los gustos: trekking, rafting, escalada, paseos a
caballo, parapente, pesca… y en verano, baños fresquitos en sus múltiples
lagos, o simplemente, el arte de tumbarse bajo el sol en las playas de ceniza
volcánica que se asientan en sus orillas.
El lago Calafquén, por ejemplo, ilustra muy bien esta
estampa. Aunque es solitario y melancólico durante los meses fríos, un espejo
que devuelve el perfil de las montañas blancas, sus aguas transparentes se
vuelven un hervidero de bañistas cuando llegan los calores.
En uno de sus
extremos, oculto entre curvas y forestas interminables, descansa el recuerdo de
un episodio funesto: la pequeña aldea de Coñaripe quedó totalmente devastada
por un enfado del Villarrica en 1964. Hoy en el lugar se erige el Cristo de los
22 muertos para conmemorar la tragedia. Pero el Villarrica, al que los mapuches
denominan Rukapillán —que es algo así como la casa de los demonios— no es el
único volcán de la región.
Tan majestuosos como él, aunque no siempre con
destellos de fuego, también el Llaima, el Quetrupillán, el Tolhuaca, el
Lonquimay… asoman sus picos entre el manto de vegetación. Por encima de todos
se erige el Lanín, que con sus 3.747 metros, es el más alto del lugar. Para
compensar diremos que no toda la actividad volcánica está asociada con la
barbarie.
Precisamente la presencia de estos gigantes ha propiciado en sus
alrededores numerosas zonas termales. Por eso en la Araucanía abundan los spas
naturales, las bañeras de agua cálida y terapéutica donde uno puede relajarse
en un conmovedor escenario.
Aunque hay muchas, tal vez las Termas Geométricas resultan
las más atractivas. Dispersas en una quebrada que aprovecha el agua de más de
60 fuentes, las piscinas termales se suceden a lo largo de una pasarela y al
abrigo de la propia selva.
Piscinas cuyas aguas varían entre 35 y 42 grados
—también existen las frías— y que encarnan probablemente el concepto de relax
más exacto. Todos los días del año, a la luz del sol o bajo las estrellas. Y si
llueve o nieva, mucho mejor: sumergirse en agua calentita nunca fue tan estimulante.
Con semejante cura de estrés, ya nada puede impedir seguir
avanzando hacia el norte para descubrir nuevas joyas. Recalar, por ejemplo, en
el Parque Nacional Huerquehue, donde se asienta el Lago Verde, así conocido por
su color esmeralda. O visitar el Parque Nacional Conguillío, donde las
araucarias se agarran a las laderas entre escoriales de lava, en un paisaje que
remite al tiempo de los branquiosaurios.
Y por el camino, nada como empaparse de la cultura mapuche,
de sus tradiciones milenarias, de sus creencias ancestrales. Es fácil toparse
con este legado mientras se recorre la Araucanía, donde entre cerros, prados y
caballos salvajes, desarrollan sus actividades relacionadas con la tierra.
Señoras que venden miel de ulmo elaborada con sus propias manos; niños que
juegan al palín, una especie de hockey indígena; restaurantes como el de Anita
Epulef, en el pueblo de Curarrehue, donde se han recuperado los sabores y
métodos de la principal etnia chilena para alumbrar una gastronomía que atrae a
visitantes del mundo entero.
Una gastronomía basada, cómo no, en el piñón de la
araucaria, además de los hongos, los frutos silvestres y las semillas
autóctonas.
Pero si se quiere vivir la experiencia mapuche de primera
mano, habrá que acercarse a la comunidad de Quelhue. Aquí se puede dormir en su
casa típica, la ruca, una choza de madera donde vive toda la familia al
completo.
También es posible ayudar en las labores del campo, aprender los
secretos de las hierbas medicinales o iniciarse en las danzas y ritos de este
pueblo que sólo puede hacer de su memoria un motivo de reconocimiento y
respeto.
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