10 febrero 2015

Los Mapuches

Cuentan que los dinosaurios devoraban sus hojas espinosas hace la friolera de doscientos millones de años. 

Y que por ello, con el tiempo, fue perdiendo su follaje más bajo hasta que su copa evolucionó en esa suerte de paraguas abierto, siempre verde, y tan espigado que llegaba a alcanzar los cincuenta metros de altura.

Al árbol prehistórico de la araucaria debe su nombre la región que marca el inicio del sur húmedo de Chile

Un auténtico fósil viviente que aún hoy tapiza sus laderas y al que se sigue adorando como un dios en estas tierras de bosques milenarios, lagos glaciares y volcanes activos. Estas tierras que antaño fueron el hogar de selvas intrincadas e indios inconquistables.

Hay, tal vez por ello, algo de jurásico en la Araucanía chilena, de la que poco se sabe más allá de la estela que dejó Pablo Neruda. El poeta vio transcurrir su adolescencia en la capital, Temuco, donde él mismo escribió que nació "a la vida, a la tierra, a la poesía y a la lluvia". 

Y sin embargo, esta región emplazada a unos 670 kilómetros al sur de Santiago, en la misma antesala de la Patagonia, esconde parajes de una belleza casi desproporcionada, donde la naturaleza sólo puede mostrarse en su estado más puro. 

Cinco parques nacionales y once reservas, unas 300.000 hectáreas protegidas y deslumbrantes extensiones de bosque templado con especies nativas como la araucaria, declarada monumento nacional, que sólo crece en este rincón de Chile y en una pequeña franja de Argentina.

Pero la Araucanía también guarda los secretos de su patrimonio ancestral, el del pueblo mapuche, la mayor cultura originaria del cono sur de Sudamérica. 

Desperdigados entre verdes colinas, ríos tumultuosos y volcanes nevados, se puede ver a estos indígenas envueltos en sus ponchos, donde viven y trabajan como si nada hubiera acontecido desde el principio de los tiempos. Será acaso porque el mapuche es el hombre de la tierra según su lengua mapudungun.

Temuco, la puerta de entrada a la región, no resulta especialmente lírica, pese al influjo del poeta. Una ciudad que se ha plagado de universidades, centros comerciales y espacios de arte, entre los que destaca el Museo Nacional Ferroviario Pablo Neruda. 

Allí, detenida en el tiempo, pervive la gloria del ferrocarril del lugar, en el que el padre del Nobel trabajó como conductor.

Pero Temuco, con sus modernas moles de cemento y vidrio, también deja adivinar la esencia de la Araucanía en el bullicioso Mercado Municipal, donde a los olores y sabores de la cocina regional (cazuelas, pailas marinas…) se suma la gran exposición de artesanía mapuche, caracterizada por los accesorios de plata.

Desde aquí, por una carretera sinuosa que sortea los bosques y paisajes acuosos de los alrededores, se llega a Pucón, que en nada se asemeja a la gran ciudad. Este idílico pueblo de casitas de madera asentado bajo el volcán Villarrica es uno de los más famosos centros vacacionales de los Andes chilenos. 

Los hoteles, el casino, las múltiples agencias de viaje y los restaurantes de la Calle Fresia destilan un ambiente joven y montañero que, si bien se entrega durante el día a las actividades de la naturaleza, tampoco se priva de apurar la noche en las discotecas abiertas hasta la madrugada. Al doblar cualquier esquina, la silueta del Villarrica domina todo el horizonte. 

Un cono perfecto, como el dibujo de un niño, a menudo coronado por una fumarola sobre su cumbre de nieves perpetuas. A sus pies se extiende el lago del mismo nombre, donde a bordo del Chucao, un barco a vapor que realiza travesías por sus aguas, se divisa el mejor atardecer.

Ascender al cráter de este volcán de 2.847 metros es la aventura más demandada. Una excursión de unas seis horas —con la compañía de un guía y equipos especiales— que constituye el hito de la región. 

Porque subir a este coloso de fuego, uno de los más activos de Sudamérica, supone atravesar caminos de zarzamoras, tupidos matorrales de colihue (un arbusto parecido al bambú) y extensos bosques de lenga, ya en las alturas, que en otoño tiñen las laderas de rojo.


En invierno, además, el Villarrica es un paraíso para los amantes del esquí con sus imponentes vistas sobre el entorno. Y en sus faldas, también hay para los menos osados una visita interesante: la de los tubos lávicos formados por la corriente de lava fruto de una gran erupción, donde se ven alocadas formaciones que emulan una mousse de chocolate.

Pucón es el lugar ideal para empaparse de las actividades naturales. Las hay para todos los gustos: trekking, rafting, escalada, paseos a caballo, parapente, pesca… y en verano, baños fresquitos en sus múltiples lagos, o simplemente, el arte de tumbarse bajo el sol en las playas de ceniza volcánica que se asientan en sus orillas.

El lago Calafquén, por ejemplo, ilustra muy bien esta estampa. Aunque es solitario y melancólico durante los meses fríos, un espejo que devuelve el perfil de las montañas blancas, sus aguas transparentes se vuelven un hervidero de bañistas cuando llegan los calores. 

En uno de sus extremos, oculto entre curvas y forestas interminables, descansa el recuerdo de un episodio funesto: la pequeña aldea de Coñaripe quedó totalmente devastada por un enfado del Villarrica en 1964. Hoy en el lugar se erige el Cristo de los 22 muertos para conmemorar la tragedia. Pero el Villarrica, al que los mapuches denominan Rukapillán —que es algo así como la casa de los demonios— no es el único volcán de la región. 

Tan majestuosos como él, aunque no siempre con destellos de fuego, también el Llaima, el Quetrupillán, el Tolhuaca, el Lonquimay… asoman sus picos entre el manto de vegetación. Por encima de todos se erige el Lanín, que con sus 3.747 metros, es el más alto del lugar. Para compensar diremos que no toda la actividad volcánica está asociada con la barbarie. 

Precisamente la presencia de estos gigantes ha propiciado en sus alrededores numerosas zonas termales. Por eso en la Araucanía abundan los spas naturales, las bañeras de agua cálida y terapéutica donde uno puede relajarse en un conmovedor escenario.


Aunque hay muchas, tal vez las Termas Geométricas resultan las más atractivas. Dispersas en una quebrada que aprovecha el agua de más de 60 fuentes, las piscinas termales se suceden a lo largo de una pasarela y al abrigo de la propia selva. 

Piscinas cuyas aguas varían entre 35 y 42 grados —también existen las frías— y que encarnan probablemente el concepto de relax más exacto. Todos los días del año, a la luz del sol o bajo las estrellas. Y si llueve o nieva, mucho mejor: sumergirse en agua calentita nunca fue tan estimulante.

Con semejante cura de estrés, ya nada puede impedir seguir avanzando hacia el norte para descubrir nuevas joyas. Recalar, por ejemplo, en el Parque Nacional Huerquehue, donde se asienta el Lago Verde, así conocido por su color esmeralda. O visitar el Parque Nacional Conguillío, donde las araucarias se agarran a las laderas entre escoriales de lava, en un paisaje que remite al tiempo de los branquiosaurios.

Y por el camino, nada como empaparse de la cultura mapuche, de sus tradiciones milenarias, de sus creencias ancestrales. Es fácil toparse con este legado mientras se recorre la Araucanía, donde entre cerros, prados y caballos salvajes, desarrollan sus actividades relacionadas con la tierra. 

Señoras que venden miel de ulmo elaborada con sus propias manos; niños que juegan al palín, una especie de hockey indígena; restaurantes como el de Anita Epulef, en el pueblo de Curarrehue, donde se han recuperado los sabores y métodos de la principal etnia chilena para alumbrar una gastronomía que atrae a visitantes del mundo entero. 

Una gastronomía basada, cómo no, en el piñón de la araucaria, además de los hongos, los frutos silvestres y las semillas autóctonas.

Pero si se quiere vivir la experiencia mapuche de primera mano, habrá que acercarse a la comunidad de Quelhue. Aquí se puede dormir en su casa típica, la ruca, una choza de madera donde vive toda la familia al completo. 

También es posible ayudar en las labores del campo, aprender los secretos de las hierbas medicinales o iniciarse en las danzas y ritos de este pueblo que sólo puede hacer de su memoria un motivo de reconocimiento y respeto.


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