El vientre del Etna es frío, oscuro, silencioso y rezuma humedad. Cuesta creer que justo por aquí, por este trozo del intestino del volcán activo más alto de Europa, fluyera un auténtico río de lava que borboteaba a una temperatura de unos 1.000 grados y que avanzaba a una velocidad de unos cinco metros por segundo. Para disipar cualquier duda al respecto, ahí están las estalactitas de magma que penden del techo y de las paredes de este túnel, hecho todo él de lava petrificada.
Hoy, de esas estalactitas formadas con la sangre coagulada del Etna cuelga un solitario murciélago y algunos pequeños brotes de retama. Pero en 1669... En 1669, por este conducto subterráneo circuló un auténtico caudal de fuego líquido. La erupción de aquel año, la más destructiva de todas las que ha tenido el Etna, generó una gigantesca lengua de lava incandescente que llegó a tener 17 kilómetros de longitud y unos 750 metros de ancho. Si no arrasó por completo Catania fue de milagro: porque las gruesas murallas de piedra que circundan la localidad desviaron el magma y evitaron que entrara en el interior de la ciudad. Aún así, se calcula que la hambruna y la devastación que siguieron a aquella catastrófica erupción del Etna dejaron un saldo de unos 13.000 muertos.
«Sí, fue justo aquí donde se coció aquella brutal erupción», señala Piero Mammino, uno de los aproximadamente 30 geólogos que se encargan de vigilar este volcán siciliano, mientras señala el tenebroso túnel volcánico de unos 300 metros de longitud que se abre ante nosotros y que se formó al ir solidificándose la lava por los extremos a causa de las diferencias de temperatura y de velocidad. «Se formó así una especie de tubería gigante que mantenía el magma a muy alta temperatura, lo que le permitió avanzar a gran velocidad. Mira, esto es el punto de sutura, el lugar en el que se unieron los dos extremos de lava solidificada y se cerró el túnel», dice mientras señala con el dedo a una especie de cicatriz que atraviesa como una espina dorsal todo el techo del subterráneo.
En el Etna hay unas 250 grutas como esta. Son las tripas del volcán. Y, ahora, los intestinos del Etna se abren en canal al gran público. Para concienciar a la población de la importancia del trabajo que realizan los geólogos, la federación italiana de Ciencias de la Tierra ha puesto en marcha la Semana del Planeta, siete días en los que, a través de 150 actividades gratuitas, que van desde excursiones sobre el terreno a conferencias, pasando por exposiciones y visitas a museos, se pretende difundir la envergadura del trabajo que realizan los geólogos. Y uno de los platos fuertes de esta iniciativa es la posibilidad de acceder a las entrañas del Etna, un gigante de 3.350 metros de altura y un diámetro de unos 45 kilómetros que se encuentra en actividad constante.
La prueba está en el humo que de manera perpetua corona su cima, y que es el resultado de la emisión constante de gas que registra. «El Etna es como una olla, su magma está en constante ebullición. De hecho, todos los años este volcán registra al menos una erupción, no hay año que no veamos lava», explica Piero Mammino. «Lo bueno es que como la tapadera del Etna está abierta, el gas puede salir y no existe el peligro de que se produzca una explosión».
Es verdad que las erupciones del Etna suelen ser poco violentas. Pero de vez en cuando enseña los músculos. Cada diez años, aproximadamente, el Etna tiene una erupción importante. La última importante fue en enero de 2011 y duró cuatro meses. «Y la próxima puede estar al caer. No nos cabe duda de que el volcán se está preparando para otra gran erupción. Se está cargando de magma», explica Sebastiano Squillaci, otro de los geólogos que vigilan el volcán.
El Etna, en principio, no es especialmente peligroso. Sus erupciones no van acompañadas de explosiones violentas como las que por ejemplo puede registrar el Vesubio (en Nápoles) y además este volcán tiene el detalle de que avisa antes de ponerse a escupir fuego. La erupción de 2001, por ejemplo, se predijo con 15 días de antelación. La de 2002, sólo unas horas antes. Pero como la lava del Etna se suele mover con gran lentitud, no suele cobrarse vidas humanas. De hecho, las víctimas de este volcán lo son más por imprudencia que por las erupciones. Como por ejemplo la excursionista española que en 2000 falleció al caer por uno de los cuatro cráteres del volcán. O los nueve turistas franceses que en 1979 murieron tras aproximarse en exceso al cráter y producirse repentinamente una erupción.
Pero, en cualquier caso, el gigante está constantemente monitorizado. Los geólogos que se ocupan de él analizan cualquier movimiento sísmico que se pueda generar en la zona, están atentos a los cambios en las emisiones de gas del volcán y observan si se produce alguna ligerísima variación en la gravedad que pueda denotar un movimiento del magma. Y, ante cualquiera de esas señales, lanzan la alarma a Protección Civil.
Al fin y al cabo, en las faldas del Etna hay construidas miles y miles de casas que podrían ser arrasadas durante una erupción. «El Etna nos da muchas cosas: fertiliza nuestros campos con sus erupciones, atrae alrededor de un millón de turistas al año. Pero, de vez en cuando, también nos quita», sentencia Piero Mammino.
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