A lo mejor me muero en domingo y les estropeo el día a todos porque ese día está todo el mundo de vago» explicó con sorna a este periódico desde su casa de Tepoztlán hace un par de años. Acababa de recibir su penúltimo homenaje y sus respuestas eran la de una jovenzuela, lenguaraz y descarada que iba a cumplir 92 años. Tampoco en eso falló.
Y eligió además agosto para terminar de desmontar la imagen de anciana agonizante que le habían preparado hasta los tuyos para convertirla en su último corte de manga a los bienpensantes, a las tradiciones. A lo que toca un domingo de agosto.
La cantante Chavela Vargas falleció ayer después de una semana ingresada en un hospital de Cuernavaca (Morelos), muy cerca de su casa de Tepoztlán, el pequeño y mágico pueblo a una hora del Distrito Federal que había elegido para pasar sus últimos años. «Silencio, silencio: a partir de hoy las amarguras volverán a ser amargas... Se ha ido la gran dama Chavela Vargas» escribió alguien en su cuenta de Twitter.
El mejor Cristo que se ha visto sobre un escenario paseó su poncho y su guitarra durante décadas por un México en blanco y negro que se escribía con tequila y mariachi. Una ciudad de señores con sombrero, que decían «buenos días» y «con permiso» y se santiguaba al ver a dos mujeres cogiéndose de la mano.
Pero también un lugar canalla, parrandero, enamoradizo y borracho en el que nunca faltaba Chavela Vargas, con pantalones y cigarro en la boca. Tan auténtica como Garibaldi y José Alfredo hasta que cambió el mezcal por el verde de Tepoztlán y dejó de ser La Vargas para convertirse en La Chamana. Y entonces casi cumple otros de sus deseos; morirse durante la luna llena más brillante, blanca y redonda del año. Como no podía ser de otra forma.
María Isabel Ana Carmen de Jesús Vargas Lizano, alias Chavela Vargas, nació en Costa Rica en 1919 y volvió para morir en su México apenas 15 días después de llegar de Madrid donde homenajeó al poeta Federico García Lorca. Porque hasta eso, morirse, lo hizo donde quiso y cuando le dio la gana.
Igual que dejar de beber, algo que logró «sola y con muchos ovarios» después de una borrachera que duró de más 20 años.
Huyó de su casa de San José cuando, siendo muy joven su familia le amargó la vida por usar pantalones y enamorar a las mujeres con sólo abrazar una guitarra. Pasó por Cuba y se asentó en México donde compuso Macorina y se volvió una de las intérpretes más destacadas del bolero y la canción ranchera, con temas como La Llorona, Luz de luna, Toda una vida, Cruz de olvido, Vámonos, Las simples cosas y Volver, volver.
Por aquel entonces Chavela se paseaba por las calles de la Ciudad de México con pistola al cinto, una inmensa cabellera negra y una lengua suficientemente larga como para cantar y desafiar las buenas costumbres. «Me llamó la atención que era muy malhablada», dijo una vez Carlos Monsiváis recordando el día que la conoció. Chavela Vargas se enfrentó al cerrado ambiente artístico mexicano y cantó junto a figuras como Pedro Infante, Javier Solís, Agustín Lara o Cuco Sánchez.
Convivió con León Trotsky y Diego Rivera y quedó prendada de Frida Kahlo, pero el día que murió su amigo José Alfredo Jiménez (1977) fue el peor. Aquel día Chavela Vargas se presentó en el Palacio de Bellas Artes, donde velaban su cuerpo, se apoyó en la pared y se deslizó hasta quedarse sentada en el suelo inmóvil, durante horas, ante el féretro. Una, otra y luego otra más. Hasta tres botellas de tequila abrió junto al que fue su compañero de risas y canciones. Cuando alguien quiso echarla del lugar por borracha, la mujer del compositor se abalanzó sobre ellos: «Dejadla en paz, esa mujer está sufriendo tanto como yo», gritó.
Precisamente en el majestuoso Palacio de Bellas Artes, al que tantas veces acudió a despedir para siempre a los amigos, será velada a partir de mañana.
José Alfredo Jiménez |
Chavela tuvo el primer Jaguar E type que conoció México. Lo estrelló de frente contra un árbol en la carretera México-Cuernavaca, y de paso se arrancó la piel desde la raíz del pelo hasta dejar al descubierto casi todo el cráneo
Tras aquella época, donde podía amanecer tirada en una calle después de varios días de borrachera, en 1989 regresó a los escenarios en un pequeño cabaret de Coyoacán hasta que la redescubrió Pedro Almodóvar. Invitada por él, viajó en 1990 a España y participó en la película La flor de mi secreto con la que renació de sus cenizas y gozó del éxito del que nunca disfrutó de joven, pero que le llegó cuando la gente de su edad suele ingresar en un geriátrico.
Para Chavela Vargas México era el macho de América y España, que tanto amaba, la hembra de Europa. Aquí aterrizó en los años 80 y ya nunca más se fue. A partir de ahí películas como Tacones lejanos, Kika, Frida y Babel, entre otras. Un Premio Latino de Honor en 1999, la Gran Cruz de la Orden de Isabel la Católica en 2000, un premio Grammy en 2007 y fue candidata para el Premio Príncipe de Asturias este año. Hasta una calle de Burgos lleva su nombre. Tras aquella primera visita a España, Monsiváis le preguntó cómo eran los españoles y Chavela contestó: «Son tan corteses, o tan poco descorteses, que nadie me preguntó por mi inclinación sexual».
En 2009, con motivo de su 90 aniversario, se presentó en el Teatro de la Ciudad. Acaba de publicar su autobiografía Las Verdades de Chavela y ese mismo año, en Madrid, el músico Chucho Valdés y la intérprete Concha Buika le rindieron tributo mediante un disco titulado El último trago. A sus 91 años, se dio el gusto de hacer ¡Por mi culpa!, un disco «como me dio la gana» y para ello eligió sus canciones preferidas e invitó a cantar a intérpretes como Lila Downs, Joaquín Sabina o Eugenia León. Por primera vez, todas las ganancias de la grabación fueron en su totalidad para ella.
«Era la noche como un suave infierno como diablos borrachos cantando a la luna de Tepoztlán», canta Luis Eduardo Aute en la canción Cinco minutos. Hasta este pueblo mágico del estado de Morelos llegó también Chavela Vargas para refugiarse tras su etapa de Veracruz. Aquí encontró el escondite en el que pasó los últimos años de su vida recibiendo a amigos y aguantando sólo a quien le apetecía. Una modesta casa rodeada de verde y una habitación como ella. Nada de chalé o verjas electrificadas. Apenas 40 metros cuadrados de una austera estancia decorada con fotos, varios recuerdos, un premio Grammy, un puñado de libros y una Virgen de Guadalupe, «porque es mujer y es mexicana. Como yo», solía decir.
A finales del año pasado, publicó en colaboración con Laura García Lorca, sobrina del poeta, un disco-homenaje al autor granadino. El 1 de julio viajó a Madrid para presentar el proyecto que había mantenido en secreto hasta su publicación «porque me roban la idea» y ahí estuvo hospitalizada 10 días hasta que volvió para morir a su casa de Tepoztlán, junto a sus perros xoloescuincles (raza prehispánica) Lola y Joaquín, de quienes nunca se separaba. Tampoco de las gafas de sol y una silla de ruedas que la «rejodía», solía decir. Pero la muerte que se llevó ayer Chavela Vargas no tiene aspecto de grimosa dama huesuda, cubierta por una capa negra y una capucha, si no la de una vieja amiga a la que vuelve a ver, después de muchos años diciéndole «espérame tantito».
Por fin la palmó ya la vieja progre, tortillera con voz aguardientosa.
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