«Cuando critican a mi hija significa que lo hace bien. Le va la alta tensión. En partidos aburridos y con poco público, mi temor es que se me duerma», ironiza Margalit, la orgullosa madre de Lilach Asulin. Y eso que cuando insultan a esta mujer que corre sin parar dentro y fuera del campo, suelen mencionar en un mismo estribillo a su madre y el trabajo más antiguo del mundo. Poca cosa para Asolin que ha luchado dos décadas hasta convertirse en la primera árbitro de un partido de la liga profesional masculina en Israel. «Es la única mujer que arbitra en la primera división masculina [adscrita a la UEFA]», presumen en la Federación de fútbol israelí.
Lilach, de 40 años, no se transforma cuando pisa el césped. Antes y después, exhibe asertividad y desparpajo retando obstáculos, prejuicios e insultos. «Como pionera, tuve que superar siempre más dificultades, pero siempre quise llegar a lo más alto. Lástima que la federación haya tardado tanto en darme un partido de Liga»explica.
El virus de la pelota se coló en su cuidado cuerpo -en el pasado protagonizó sensuales portadas en biquini- a los 11 años cuando acompañó por primera vez a su padre a un partido. Cinco años después, inició el curso de arbitraje. El virus se convirtió en fiebre futbolera con más de un dolor de cabeza. «A veces escucho insultos de tono sexista y machista pero me entran por un oído y me salen por el otro», reconoce esta mujer sin complejos. Divorciada, se ocupa de su hijo Yuval, de ocho años, arbitra a nivel profesional (en Israel y en la FIFA) y, para romper más tópicos, imparte clases de conducción de camiones y autobuses.
Tras casarse, enterró el silbato durante tres años. Hoy se arrepiente porque cree que renunció a mucho. Sin arbitrar, dejó de ser ella. Asidua del gimnasio, se jubilará cuando la obliguen. A los 47 años en Israel.
Vive en la casa de sus padres en la localidad norteña de Kiryat Bialik y espera volver a enamorarse pero avisa: «Tiene que ser un hombre muy abierto. No todos aceptan vivir con una árbitro. ¡Ah! No debe ser futbolista». Cuando sale de noche, la escoltan dos amigas íntimas que no se sienten intimidadas por la juez de campo. De hecho, son sus dos linieres.
De momento, su único amor es el fútbol y el ritual. «No me interesa el sueldo. Me encanta mi trabajo. Prepararme para un partido es como antes de una salida. La ducha, perfumarse, la música en el camino... Es una experiencia increíble. Luego mi objetivo es ser justa y que no se den cuenta que estuve arbitrando», cuenta esta mujer que tiene la tarjeta roja.
En las comidas familiares, el fuera de juego y el penalti están más presentes que el pan. No es para menos. Dos hermanos son entrenadores y un tercero es árbitro. Su hijo va a una escuela de fútbol sin quitarse la camiseta del Madrid.
Su última actuación internacional fue testimonial ya que las chicas de España metieron 13 goles a Kazajistán. «Fue muy tranquilo. Lo que más recuerdo fue que nos llevaron al Bernabéu a ver el Real contra el Nicosia», recuerda. Pide que le dejen hacer justicia en el campo mientras instruye a futuros camioneros, llena de orgullo a sus padres y educa a su hijo. Si acaba siendo futbolista, se lo pensará bien antes de insultar al del silbato.
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