27 octubre 2015

Marie Curie

Su vida fue de primera plana, pero no tanto porque descubriera los rayos X, sino porque, tras enviudar, hizo suyo a uno de los ayudantes de su marido, Pierre Curie. Se trataba de Paul Langevin, por lo demás (o también) uno de los científicos franceses fundamentales del siglo XX. Pero estaba casado. 

«Los fuegos del radio», tituló el diario parisino Le journal el 4 de noviembre de 1911, un día antes de que, en Bruselas, se pusiera en marcha el Congreso Solvay, una de las reuniones científicas más importantes de la época. 

Asistían ambos, Marie Curie y Langevin; los amantes. El sucesor profesional de Pierre se convirtió también en el sostén espiritual y pasional de una mujer cercenada por la muerte de su pareja, tras la cual optó por el silencio, gesto que hizo de ella una científica aún más prolífica, pero también una persona más triste. 

Langevin había descubierto que la energía es igual a la masa multiplicada por el cuadrado de la velocidad de la luz, pero era 1906, y se le había adelantado Einstein. Su historia de amor saltó a las portadas cuando su esposa, Jeanne Desfosses Langevin, que había acogido en su casa a Marie y a las hijas de ésta, Ève e Irène, interceptó las cartas de amor entre los científicos y las envió a los periódicos. 

De ellas se extrae que, en 1910, Paul y Marie ya eran amantes. La polaca, que ya había ganado un Premio Nobel compartido con Pierre en 1903 (por sus investigaciones en radioactividad junto a Henri Becquerel), era entonces la única mujer profesora titular en la Universidad de la Sorbona. 


No aceptó la pensión que le ofrecieron tras la muerte de Pierre Curie, pero sí que le dieran su puesto en la Academia. De ella dijo Albert Einstein que era «fría como un arenque» y su hija Ève, que escribió una biografía de su madre, explicó que, tras la muerte de su padre, Marie vivía inmersa en un «agotamiento nervioso, como una autómata». 

En esas circunstancias se enamoró de Langevin, pero de los científicos se espera frialdad, y no pasión, se espera que pasen su vida en el laboratorio, y no escribiendo cartas de amor. Se había convertido, además, en lo que ahora se llamaría personaje mediático. 

Durante la I Guerra Mundial se montó en una ambulancia e hizo radiografías a los heridos, se relacionó con la incipiente Sociedad de Naciones y osó tomar amante y no avergonzarse. Marie Curie era una rareza, no sólo una adelantada a su época, no sólo una científica de éxito, también era una amenaza para la femineidad imperante, la que no quería que cambiara nada. 

Así las cosas, cuando la Academia de Ciencias se reúne en 1911 para votar por nuevos miembros, su presidente, Armand Gautier, anunció que todo el mundo era bien recibido salvo las mujeres. 

La realidad se impuso ante una mujer que se había convertido en la científica más famosa de Francia, que era Premio Nobel (que luego lo fue de nuevo, ganando también el de Química), pero que no podía presentar sus propios artículos en la Academia. 


Exitosa en su labor científica pero necesitada de la atención de Langevin, asistió impasible a la exposición de sus cartas de amor en la prensa, soportó que en las ventanas de su casa arreciaran piedras y que le acusaran de ser una mujer disoluta, una tentadora polaca y, además, judía. 

La verdadera tentación era la que sufría la prensa: ¿cómo no derribar un ídolo? La pregunta, más de un siglo después, sigue siendo la misma: si habría sucedido lo mismo de ser Marie un hombre. 

En 1911, todos los días, salvo los fines de semana, se registraba en los tribunales parisienses una media de 39 declaraciones de adulterio, y 24 nacimientos de cada 100 eran ilegítimos. Ni siquiera era problema el adulterio, sino más bien la capacidad de decisión libre, sin límites, en una mujer.

No hay comentarios:

Publicar un comentario