16 diciembre 2013

Muere Peter O’Toole


El cine tiene, entre tantas otras, la prodigiosa virtud de fijar en algún rasgo físico de actores y actrices emociones inesperadas que quedan grabadas así en la memoria de los espectadores. Por eso, desde que vimos Lawrence de Arabia, la deslumbrante película de David Lean, el idealismo desbordado, la audacia comprometida, la locura romántica, la aventura apasionada e irresistible tuvieron los increíbles ojos azules de Peter O’Toole. 

Era guapo, muy guapo Peter O’Toole, pero era la suya una belleza ligeramente enfebrecida, una belleza encajada en un cuerpo alto y enjuto, en una actitud con clara tendencia a lo burlón y revoltoso que derivaba en una envolvente sensación de desamparo en sus papeles más conmovedores, y brillaba con escurridiza elegancia en sus comedias.

En cualquier caso, ahí estaban siempre, como centro de atención para todas las miradas, sus ojos azules, deslizándose entre lo iluminado y lo sensual, entre lo exaltado y lo chispeante, entre la efervescencia y la delicada ironía. 


Gracias a Peter O’Toole, todos quisimos hacernos beduinos, pero también quisimos jugar con Audrey Hepburn, y pelear frente a las murallas de Troya –y llorar con él la muerte de Héctor–, y ponernos temperamentales con la otra Hepburn, Katherine, y ser heroicamente sobrios para disfrutar de verdad cualquiera de nuestros años favoritos. A fin de cuentas, siempre se trató de lo mismo, viendo en la pantalla a Peter O’Toole: descubrir, de un modo u otro, nuestro lado quijotesco. 

Quijotesco, en su búsqueda de la redención, fue su arrogante y doliente Lord Jim en la película de Richard Brooks, y la misma impresión alocada y, sin embargo, sensible, incluso dulzona, proporcionaba su Míster Chips junto a la encantadoramente imposible Petula Clark. 


Y fue efervescente y risueño en ¿Qué tal, Pussycat?, de Clive Donner, y tuvo el envidiable privilegio de conseguir que todos nos enamorásemos por enésima vez de Romy Schneider, pero desplegó pasión compleja y furia fría frente al acaparador Richard Burton en Becket. Era muy fácil enamorarse de Peter O’Toole, amarlo con la admiración turbulenta de Omar Sharif en la versión cinematográfica de la vida arrebatada de T.E. Lawrence. 

Un tipo así, con una carrera así, con un físico así, parecía destinado a tropezarse alguna vez en su carrera con nuestro Alonso Quijano. Fue en esa abigarrada fantasía musical de Arthur Hiller, El hombre de La Mancha, con esos cantables ampulosos que hacían un poco zarzuelera la gloriosa invención de Miguel de Cervantes. 

Para salvarlo todo, para dignificarlo todo, para hacerlo todo brioso y conmovedor, allí estaban, envejecidos pero no domesticados, los imperiales ojos azules de Peter O’Toole. Claro que, ¿tendría los ojos azules el caballero de la triste figura? Es, de nuevo, esa capacidad trilera del cine. Después de ver El hombre de La Mancha, a uno no puede caberle la menor duda de que Alonso Quijano tuvo ojos y mirada de irlandés escueto, exaltado, vitalista, temerario, desencantado, explosivo. 


Quizás Peter O’Toole nunca escapó del todo de aquella blanca vestimenta árabe que le sentaba de muerte, de aquellas cabalgadas por el desierto bajo la luz abrasadora y polvorienta del sol de Arabia, de aquella fuerza exaltada al frente de las tropas beduinas, pero fue capaz de incorporar todo aquel resplandor épico al resto de su carrera, incluso en sus momentos más ligeros y burbujeantes. 

Tener a Peter O’Toole en un reparto era siempre garantía de encontrarse con el genio singular y contagioso, hasta el punto de que si salíamos de una sala de cine eufóricos o traviesos o con unas ganas locas de salir corriendo a liberar a pueblos orgullosos o a coquetear o guerrear con señoras maravillosas y difíciles, efervescentes o misteriosas, y llegábamos a casa, y nos mirábamos en el espejo, siempre descubríamos que teníamos los ojos azules. 


Parece que Peter O’Toole jugó siempre con el equívoco a la hora de declarar su edad y su lugar de nacimiento. Seguramente, siempre se sintió más joven y orgulloso de lo que podría parecer, y le daba igual ser irlandés o británico. A nosotros, también. Tenía 81 años, pero siempre conservó la edad y la radiante presencia de su Lawrence de Arabia. 

En realidad, a nosotros, en este momento de su muerte, sólo nos importa comprobar en el recuerdo que fue bello en su juventud y en su vejez, que logró siempre que envidiáramos su aspecto y su actitud, que nos contagió aquella fuerza y aquel romanticismo de la película que le hizo inolvidable, que nos convenció de las dignidad y la emoción del quijotismo, y que sus ojos azules fueron muchas veces los ojos de todos nosotros.

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