18 noviembre 2013

Muere Doris Lessing


La muerte le sorprendió «sin sufrimiento» y sin estridencias, en su casa londinense de West Hampstead, donde vivía entre máscaras africanas, pilas de libros y un sofá rojo que aplacaba a duras penas los dolores de la osteoporosis. Había cumplido hace unas semanas los 94, y hasta hace unos meses tuvo energías para seguir escribiendo artículos, poesías y memorias un tanto desordenadas de su larga vida. 

Murió Doris Lessing, y el último epitafio que querría sería posiblemente el que le colgaron en vida los «malditos suecos» cuando le dieron el Nobel en el 2007: «La escritora que capturó la épica de la experiencia femenina». 

Algo de razón tenían, pero Lessing se pasó toda la vida huyendo de los clichés y estaba ya de vuelta y media de todos los premios que le concedían: «Seguramente pensaron que era mejor darme el premio antes de que saltara al otro barrio». 

«¡Oh, Cristo!», se lamentó la autora de El cuaderno dorado cuando tuvo que abrirse paso entre los periodistas que se agolpaban en la entrada de su casa tras la maldición de Estocolmo. «No me podía importar menos, al fin y al cabo ya me han dado todos los premios que se podían dar en Europa...». 


La vieja anécdota cobró nueva vida ayer, con ocasión de su silenciosa muerte. Al fin y al cabo, Doris Lessing habitó siempre su propio mundo: subida a la corriente de la historia, pero ajena a las modas y a los círculos literarios, deudora en todo caso de sus lectores y de los críticos que ayer la celebraron como una de las más grandes escritoras del último siglo. 

Su biógrafo y amigo Michael Holroyd recordó la «universalidad» de Lessing, hija de un oficial del ejército británico, nacida en Persia en 1919 y crecida Rhodesia, crítica acérrima del apartheid en Suráfrica, protofeminista, militante comunista y reacia a aceptar el título de Dama del Imperio Británico (entre otras cosas, porque ya no existía tal imperio). 

Pese a su credo de izquierdas, que impregnó sobre todo sus primeros textos desde Canta la hierba (1950), Lessing se esforzó en asomarse al mundo con una mirada limpia, desnuda de ideología, y ofrecer «un examen psicológico del ser humano y su entorno». 


«Doris figura entre esos contadísimos escritores capaces de cruzar fronteras y géneros», recordó ayer Michael Holroyd. «Su producción es impresionante y constituye una auténtica crónica de nuestro tiempo. Fue capaz de ensanchar al mismo tiempo el género de la novela y el territorio de nuestra consciencia». 

Nick Pearson, su editor en Harper Collins, se refirió a su proverbial capacidad para «enternecer» y «asustar» a quienes se acercaban a ella doblando el espinazo, intimidados por el peso de su obra y de su «formidable reputación». 

Pearson recordó su estrecha relación de trabajo durante la dolorosa escritura de Alfred y Emily, la obra con la que cerró en el 2008 el círculo de su inabarcable producción (más de medio centenar de obras). «Fue un libro especialmente intenso para ella», declaró ayer Pearson a The Guardian. «Se trataba de recrear las vidas de su padre y de su madre, y de cómo habían sido afectadas por la Primera Guerra Mundial». 

«Cuando entregó el manuscrito me dijo: ‘Éste es mi último libro’», recalcó Pearson. Lo aceptamos como algo inevitable. Ya tenía una edad avanzada, y saltaba a la vista que estaba cansada». 


Era el 2008, el año después del Nobel. Y el año también de su particular revancha contra el comité del Nobel por la sobrecarga de trabajo que le supuso el premio que llevaba esperando más de 40 años. «La gente del Nobel busca la manera de perpertuarse», declaraba Lessing a The Daily Telegraph.

 «Y el modo en que lo hacen es logrando que la industria del libro mire en una determinada dirección. Sé de gente que durante un año no ha sido capaz de otra cosa que de intentar digerir el Nobel. Yo misma tengo 500 cosas pendientes de firmar para ellos». 

Jonathan Clowes, su agente fiel durante décadas, asegura que Lessing seguía manteniendo hasta el final la «originalidad y la frescura» que caracterizaron durante décadas su escritura y dejó abierta la posibilidad de un libro fragmentario como Made in England, con todo el material de sus últimos cinco años. 


Doris Lessing arrastró en el ocaso de su vida las secuelas de la osteoporosis que le impedía dormir en una cama convencional y que mermaba horas a su descanso. Gran parte de sus noches y sus días los pasaba en el sofá rojo, arropada por su gato Yum Yum y recibiendo las visitas frecuentes de su hija Jane y de sus nietas Anna y Susannah. Desde hacía meses, las visitas de amigos y admiradores a la casa de West Hampstead –algo así como una versión doméstica de la Curiosity Shop de Charles Dickens– se habían reducido al mínimo. 

Un escueto comunicado de Harper Collins informó ayer de su callada muerte, sin salir de casa y por complicaciones relacionadas con su avanzada edad. Los tributos en Twitter no se hicieron esperar. «Una grandísima pérdida para la literatura inglesa», escribió la autora Lisa Jardine. «Asombrosa escritora y mujer», fue la escueta despedida de la agente literaria Carole Blake. 

Uno de sus más sinceros admiradores, el Nobel JM Coetzee, puso el epitafio que la propia Doris Lessing no habría podido rechazar: «Una de las grandes novelistas visionarias de nuestro tiempo».

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